sábado, 13 de abril de 2013

LA TRANSFIGURACIÓN. R. Sanzio. 1517-1520. Pinacoteca vaticana. Roma


La inusual composición que hoy presentamos es la última ejecutada por Rafael, antes de fallecer, el Viernes Santo de 1520, cuando el artista estaba cumpliendo los treinta y ocho años de edad. El mismísimo papa León X lloró su muerte.
No cabe duda que nuestro protagonista a la hora de acometer la tabla de considerable tamaño, que a continuación comentamos, se basó en los Evangelios, concretamente en el de San Mateo:
“Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle.» Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Más Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: «Levantaos, no tengáis miedo». Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos». Sus discípulos le preguntaron: «¿Por qué, pues, dicen los escribas que Elías debe venir primero?» Respondió él: «Ciertamente, Elías ha de venir a restaurarlo todo. Os digo, sin embargo: Elías vino ya, pero no le reconocieron sino que hicieron con él cuanto quisieron. Así también el Hijo del hombre tendrá que padecer de parte de ellos». Entonces los discípulos comprendieron que se refería a Juan el Bautista. Cuando llegaron donde la gente, se acercó a él un hombre que, arrodillándose ante él, le dijo: «Señor, ten piedad de mi hijo, porque es lunático y está mal; pues muchas veces cae en el fuego y muchas en el agua. Se lo he presentado a tus discípulos, pero ellos no han podido curarle». Jesús respondió: ¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros? ¡Traédmelo acá! Jesús le increpó y el demonio salió de él; y quedó sano el niño desde aquel momento.
Entonces los discípulos se acercaron a Jesús, en privado, y le dijeron: ¿Por qué nosotros no pudimos expulsarle? Díceles: «Por vuestra poca fe. Porque yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: “Desplázate de aquí allá”, y se desplazará, y nada os será imposible”. (Mateo 17, 2-15).
Tras la lectura del pasaje evangélico es fácil identificar las dos escenas plasmadas en el óleo: una sobrenatural, la transfiguración de Cristo en el monte Tabor; y otra humana, el ruego de un desesperado padre para que cure a su hijo poseído por el demonio. La división de la composición en dos zonas, la celestial y la terrenal, fue un recurso empleado por Rafael en varias ocasiones, como en las palas de los altares Oddi y Baglioni (1501-1503). En la Transfiguración las distintas escenas quedan inscritas en dos formas geométricas perfectamente reconocibles: la superior en un círculo, equilibrada, serena, luminosa, renacentista; la inferior, en un rectángulo, descompensada, dinámica, con luces y sombras, anticipando el barroco o por lo menos el manierismo. Ambas comparten el mismo fondo de paisaje y quedan unidas por la diagonal que se forma con los dos brazos extendidos, y enlazados, del ángulo inferior izquierdo culminando en la figura de Cristo.
El círculo, la perfección, recoge la primera parte del episodio narrado por Mateo y son las posturas de las figuras las que lo van dibujando: Santiago, arrodillado, de espaldas, cubierto el rostro con las manos, enlaza con la cabeza alzada de un recostado Pedro, de perfil, cuyas rodillas casi van a unirse a las piernas de un inestable Juan que está intentando erguirse pero la luminosidad se lo impide deslumbrándole y obligándole a cubrirse con una mano, mientras que el extendido brazo izquierdo nos lleva a los pies de Moisés, que de frente y levitando nos muestra como sujeta las Tablas de la Ley contra su pecho. El centro del círculo, proyectado sobre el blanco e intenso fondo de nubes, lo ocupa Cristo, superior, más elevado, bajo cuyos brazos abiertos y protectores se cobijan las figuras de Moisés y, de Elías, que de perfil y de espaldas va cerrando el círculo por la izquierda y entre cuyas se-paradas piernas se albergan los patronos de la Iglesia, mientras que su pie izquierdo queda ya sobre la espalda de Santiago. Dentro del círculo podemos estratificar a los personajes en función de su importancia en la historia de la Iglesia: la cúspide, Cristo; en un estrato por debajo de él, los profetas, haciendo de intermediarios entre Dios y los hombres; la base, los apóstoles, hombres, con una fe débil que todavía no han des- empeñado la misión que tendrán que realizar tras la Pasión y Resurrección de Cristo.
El pasaje de la transfiguración sucede seis días después de que Jesús predijese sus sufrimientos en la cruz, para éstos todavía faltaban cuarenta días. El segundo episodio narrado en la parte inferior, se enmarca en un rectángulo, es más terrenal, más humano, más dramático. Los personajes se dividen en dos grupos separados (¿o quizás unidos?) por una figura femenina, arrodillada y de espaldas, cuyo significado desconocemos.
Aparentemente, no tiene ninguna conexión ni con los apóstoles, ni con los familiares del niño en trance. A la izquierda, el resto de los doce que no han subido al monte Tabor. Un conjunto variado por las posturas contrapuestas, rico en la gama cromática, dotado de movimiento al introducir la marcada diagonal que, como ya hemos indicado lleva directamente a la figura de Cristo, los acusados escorzos, el juego de luces y sombras, a la derecha, desplazada, en un espacio más reducido, como si de una escena secundaria se tratase, recurso muy utilizado en el manierismo, la escena principal: los familiares del niño enfermo, que es sostenido por sus esperanzados pro- genitores, de ahí el verde de sus ropajes, piden a los apóstoles que le liberen de su mal y le sanen. Las dos partes de este segundo episodio se relacionan: casi todos observan al niño, hablan entre ellos, pero a pesar del libro abierto, no parecen encontrar el remedio. Sus gestos indican que tendrá que ser “Él”, el que obre el milagro y cure al niño. Quizá sea en este contexto donde tiene cabida la mujer ajena a la escena ¿no simbolizará la fe que todos necesitan? Los apóstoles para actuar autónomamente, los padres para creer que los apóstoles pueden curar a su hijo. Aunque estamos en el Renacimiento, que supo- ne el triunfo del Humanismo, no conviene olvidar que quién hace el encargo del cuadro de altar y qué tema se representa.
La imagen que Rafael muestra del niño descrito en los Evangelios, en palabras de su padre, como “lunático” (¿reminiscencia talmúdica del evangelista Mateo?) es la de una persona que no puede mantener la postura, por eso es sostenida por otra, las extremidades aparecen rígidas y contraídas, la boca abierta y con los labios, azulados, los ojos fijos y en posición bizca.
¿Sabía el artista la patología que estaba representando? ¿Tenía noticia, como “hombre del Renacimiento” que era, de las investigaciones que estaba realizando Paracelso en este terreno? No podemos saberlo. Pero hoy, casi quinientos años después, los avances experimentados por la medicina sí nos permiten identificar los síntomas de un ataque epiléptico en ese personaje.
Frente a otras patologías, aquí abordadas en ocasiones anteriores, la epilepsia ya era conocida en la antigüedad, siendo considerada como una enfermedad sobrenatural. Hagamos un breve repaso. 
Etimológicamente, la palabra tiene origen griego, “epilambanein”, que significa ser atacado o tomado por sorpresa, denominación que se ha mantenido hasta la fecha. El término como tal fue utilizado, por primera vez, por el médico árabe Avicena en los comienzos del siglo XI, en su “poema de la medicina”, aunque sus antecedentes históricos los encontramos ya en la cultura faraónica (3.000 a.C.). En la zona del Creciente Fértil, los egipcios identificaban la epilepsia en sus jeroglíficos con figuras que simbolizan la entrada de una persona muerta o un demonio dentro de la víctima. En el código de Hammurabi, el exponente de “la ley del Talión”, (1790-1750? a.C.) aparecen leyes referentes al matrimonio entre epilépticos. En el mismo área geográfica pero un poco después, en Babilonia, (hacia el 1.000 a.C.) en un texto, el Sakikku, escrito en tablillas cuneiformes, se hallan descritos la mayoría de ataques epilépticos que hoy conocemos. En el papiro de Edwin Smith (1.700 a.C.), considerado una copia de otro del tercer milenio, se señala que los ataques son producidos por la estimulación de las heridas del cerebro. También, en el Extremo Oriente, la epilepsia fue objeto de atención; así, en China, la situaban junto con la demencia y la locura, según aparece en el “Canon de la Medicina” del Emperador Amarillo (1.000 a.C.). 
Los judíos, en el Talmud, atribuyen esta enfermedad al “coito en condiciones bizarras”, al matrimonio entre enfermos y consideran a los epilépticos como “lunáticos”. En Occidente, durante muchos años, la epilepsia fue vista como una “enfermedad demoníaca,” un castigo enviado por los dioses. También fue entendida como una “enfermedad sagrada”, padecida so- lamente por los elegidos, como fueron las posibles epilepsias de el Rey Saúl, Alejandro Magno o San Pablo, entre otros. Si continuamos el repaso adentrándonos en la Grecia clásica (siglos V-IV a.C.), Hipócrates, al describir la “enfermedad sagrada”, intentó buscar una explicación en el estudio del cuerpo humano indicando que “no es más divina que cualquier otra. Tiene una causa natural, al igual que las restantes enfermedades. Los hombres creen que es divina precisamente porque no la conocen...” En Roma, Galeno, Apuleyo o Celso, por citar algunos, aceptaban la citada teoría hipocrática del origen natural de la epilepsia. El cristianismo retomara el origen “demoníaco” de la enfermedad.
A lo largo de la Edad Media el oscurantismo y el lento desarrollo de todo lo relacionado con el saber en las ciencias, las letras o las artes no favoreció los avances en esta patología. Así pues, durante la antigüedad e incluso muchos siglos después, la epilepsia fue vista como una enfermedad misteriosa, sagrada, extraterrena; será interpretada como expresión de fuerzas sobrenaturales y tendrá un carácter punitivo.
Habrá que esperar al siglo XV y al triunfo del Renacimiento y de la mentalidad antropocéntrica recuperando el pensamiento “científico-filosófico” de la concepción humanista. En este contexto hay que situar a Paracelso (1493-1541) y apreciar la evolución histórica de la “enfermedad comicial”, con sus concepciones acerca de la relación médico-paciente en el tratamiento de los epilépticos.
A pesar de este enfoque humanista, el paciente con epilepsia continúo siendo de una forma u otra estigmatizado y, por consiguiente, proscrito y mal visto por la sociedad en la que vive. A finales de la Edad Moderna, en el Siglo de las Luces (XVIII), la hipótesis demoníaca empieza a ser cuestionada, al menos en el ámbito intelectual y científico de la época. Los filósofos de la Ilustración la dotan de un enfoque más coherente y acorde con la dignidad de la persona enferma. En la contemporaneidad, el siglo XIX marca importantes hitos en el desarrollo científico para el conocimiento de la epilepsia, permitiendo interpretar adecuadamente los fenómenos que la producen. Grandes figuras de la medicina de ese siglo se pronunciaron e investigaron acerca de la enfermedad como Rimel (1745-1826), Equirol (1772-1840) o J.M. Charcot (1825-1893.La medicina actual ha establecido las bases científicas de la epilepsia, si bien en algunas culturas y grupos sociales su nombre es todavía temido y se sigue asociando a creencias sobre- naturales. El neurólogo John Hughlings Jackson fue quien en el año 1873 hizo una descripción clínica detallada de un episodio epiléptico con un inicio focal y generalización posterior, en forma de una clara “marcha de activación motora”, secundaria a una descarga brusca y excesiva de las neuronas. A continuación presentamos una breve sinopsis, primero sobre el tratamiento de la epilepsia y, a continuación, sobre la evolución en el diagnóstico. 
Durante siglos las crisis convulsivas se trataron de forma empírica con recetas hoy en día incomprensibles. Los bromuros fueron los primeros compuestos farmacológicos con actividad antiepiléptica utilizados de forma empírica para el tratamiento de pacientes con epilepsia. Posteriormente, en 1912, se introdujo el fenobarbital; en 1937, la fenitoína seguida de la carbamacepina (1945) y el ácido valproico (1973). En la última parte del siglo XX se desarrolló todo un arsenal de nuevos fármacos antiepilépticos (FAEs): lamotrigina, leveti- racetam, oxcarbacepina, topiramato, zonisamida, que ofrecen mayores opciones terapéuticas, sobre todo, a los pacientes con epilepsia refractaria. En la actualidad continua una importante actividad de investigación básica y clínica para el descubrimiento de nuevos FAEs. Hans Berger, ya en 1929, hizo los primeros registros electroencefalográficos (EEG) en humanos con convulsiones. Posteriormente la escuela de Boston, con Gibbs, Davis y Lennox, dio un gran impulso a la aplicación del EEG en la década de 1930. A partir de entonces, y hasta los años 80, se introdujo el EEG pediátrico, neonatal y digital, y, en los años 80 y 90 se desarrolló el EEG de monitorización continua. El año 1972 supone un gran avance dentro de las posibilidades diagnósticas de la epilepsia mediante imágenes, cuando Haunsfield introdujo la Tomografia Axial Computa- rizada (TAC). El desarrollo de las técnicas de neuroimagen anatómica (Resonancia Magnética o RM) y funcional (RM de espectroscopia, SPECT, PET) ha contribuido enormemente al conocimiento de las bases anatómicas y fisiopatológicas de los diferentes tipos de epilepsia . Así pues, desde los años del oscurantismo ancestral, se ha ido avanzando de forma importante en el diagnóstico y el tratamiento de la epilepsia. No obstante, queda mucho aún por descubrir sobre la causa real, básica, de esta enigmática “enfermedad”, sobre todo en las llamadas epilepsias idiopáticas.

La transfiguración

No hay comentarios:

Publicar un comentario