viernes, 12 de abril de 2013

TRISTE HERENCIA. J. SOROLLA. 1899.



Triste Herencia, es el último lienzo, realizado en 1899, cerrando así la aportación de Sorolla a ese «realismo social» iniciado pocos años antes. El cuadro fue presentado en la Exposición Universal de París, un año después, obteniendo el «Gran Prix». En 1901, consiguió la medalla de honor en el certamen nacional de las Bellas Artes, en Madrid. Fue adquirido posteriormente por el americano John E. Berwind que, más tarde, lo legó al Colegio de los Dominicos de Nueva York, en cuya iglesia de la Ascensión se encontraba antes de su actual ubicación, la Caja de Ahorros de Valencia.
En épocas pasadas, la expresión «triste herencia» se utilizaba para referirse a aquellos males padecidos por los hijos como consecuencia de las enfermedades de sus progenitores, las cuales eran tenidas como «vergonzosas», por ser fruto de una vida tachada de «disipada» o «pecaminosa», o poco acorde con los comportamientos considerados «decentes» por la sociedad. La sífilis, la tuberculosis, el alcoholismo, ...se llevaban la palma en este catálogo de lacras que habrían de manifestarse en la procreación de seres enclenques, tullidos y debilitados que estaban condenados, en su mayoría, a vivir de la caridad, ejercida por instituciones públicas y algunas privadas, y sobre todo, por las de la Iglesia.
Sorolla tituló, inicialmente, este cuadro Los hijos del placer, pero, más tarde, influenciado por su amigo Blasco Ibáñez, lo denominó Triste herencia.
Analizando la pintura, desde un punto de vista médico, ninguno de los dos títulos tienen una justificación médica según lo expuesto anteriormente. No podemos hablar de sífilis congénita. Primero, porque los niños afectados de esta enfermedad presentan otra sintomatología muy distinta (retraso en el desarrollo del crecimiento, nariz en silla de montar, entre otros) y, segundo, hasta el año 1911, el médico Paul Erlich no descubrió el 606 (por ser fruto de 606 experimentos), el que él mismo llamó bala mágica o salvarsán (arsfenamina), una preparación de arsénico orgánico empleada en el tratamiento de la sífilis. Hasta el desarrollo de esta nueva droga los niños morían a los pocos meses de nacer.
La escena se localiza, como otras tantas suyas, al aire libre y en un marco marítimo, dotándola de una intensa luminosidad, cuyo foco está en la misma posición que el ojo del espectador, es decir se proyecta desde el frente sobre los protagonistas. Incluso, uno de ellos, el único que parece sonreír, se cubre los ojos porque está deslumbrado. Sin embargo, muy en consonancia con lo que el pintor nos está transmitiendo, la luz que se refleja en el mar y en las olas, es negra, una luz inquietante, intranquilizadora, muy distinta del verdi azul diáfano de sus obras posteriores.
Están en la valenciana playa del Cañaveral, es decir, en su origen, un sitio de cañas o cañaveras y, aunque ya no aparecen en la composición, aluden a un lugar recogido, apartado por esas cañas, enlazando simbólicamente con el título del lienzo. El baño de los niños debería hacerse al margen de otros bañistas, ocultos para que nadie los viera. El baño en la playa como tratamiento curativo, benéfico, en este caso «regenerador», estaría también muy en consonancia con los estudios sobre la higiene lleva- dos a cabo en el siglo XIX y alejados del concepto de «sol y playa» auspiciado por el turismo de nuestros días.
Sorolla pinta la línea del horizonte muy alta, parece fijarla en la cabeza del hermano de San Juan de Dios, abriendo un amplísimo espacio en el que se distinguen varios planos: el más lejano al espectador, reflejando ese mar oscuro e inquietante con olas rompientes; otro intermedio, también de agua pero más clara y sin olas y en donde los niños se relacionan en distintos grupos distribuidos equilibradamente en relación con la del primer plano, en el que se centra la escena, propiamente dicha. El hermano sujeta y ayuda a uno de los niños que se asiste, igual que otros compañeros, con un palo que hace las veces de muleta en su desplaza- miento por la arena. Otros tres niños, de diferentes edades y en distintas posiciones (espalda, perfil y frente), les siguen.
Llama la atención el juego de contrastes que el artista nos invita a establecer. Los cuerpos desnudos frente al religioso vestido con su largo hábito que sólo deja al descubierto la cara y las manos; el negro frente a las carnaciones; la madurez del adulto frente a la corta edad de los niños; la quietud del religioso frente al movimiento de los chiquillos; las serenas aguas del fondo frente al chapoteo del plano intermedio; el rostro perfilado del hermano frente al abocetamiento de las caras y cuerpos de los niños; uno frente a muchos. Todos estos contrastes nos ayudan a entender la composición como una denuncia: el pecado y la injusticia de que seres inocentes carguen con esa cruz.
Quizá por eso son niños sin rostro, para que no sean identificados, porque «cualquiera» puede ser uno de ellos. Están desvalidos, impedidos, indefensos,... y son asistidos por un único hermano de una orden religiosa de carácter benéfico, aludiendo al papel asistencial de la Iglesia. Es también un hombre anónimo, pero representa a la institución eclesiástica que, a modo de Virgen de la Misericordia, trasladada a finales del siglo XIX, protege bajo su tutela a una multitud de niños «señalados». Es poco comprensible, por los menos desde los parámetros actuales, que un solo adulto se hiciese cargo de un número tan elevado de chavales, muchos de ellos impedidos, y en un marco como una playa con los peligros que podía entrañar.
Sorolla se hace eco de las pautas de comportamiento de la época y del sentido del «pudor». De manera que, a pesar de la corta edad de los protagonistas, evita la representación frontal. Los niños que aparecen de frente, o están en el agua y ésta les cubre hasta la cintura; o los cuerpos de los compañeros sólo permiten que sobresalga la cabeza. No obstante el abocetamiento que se desprende de la composición nos hace pensar que hubiera impedido distinguir el sexo.
¡Qué alejados estos niños de 1895 de sus posteriores obras en las que destacan unos adolescentes plenos de salud y vitalidad, de cuerpos bien formados y brillantes!, La escena sobrecoge, mueve a la reflexión y a la búsqueda de porqués. Nada que ver con las composiciones amables y elegantes con las que todos identificamos al pintor valenciano.       
En 1880 una sociedad de recreo valenciana, «El Iris», convocó un concurso de pintura y Sorolla ganó la medalla de plata por su obra Moro acechando la ocasión de su venganza (1880). Un año después, al acabar su formación académica, Sorolla comenzó a enviar sus obras a concursos provinciales y a exposiciones nacionales, única manera que tenían los artistas en aquella época de mostrar sus creaciones. Así, en mayo ya presentó tres marinas a la Exposición Nacional de Bellas Artes (Madrid) que, aunque de ejecución formidable, pasaron inadvertidas al jurado, pues su temática no se ajustaba a la pintura.
 
Triste herencia

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