Triste Herencia, es el último lienzo, realizado en 1899,
cerrando así la aportación de Sorolla a ese «realismo social» iniciado pocos
años antes. El cuadro fue presentado en la Exposición Universal de París, un
año después, obteniendo el «Gran Prix». En 1901, consiguió la medalla de honor
en el certamen nacional de las Bellas Artes, en Madrid. Fue adquirido posteriormente
por el americano John E. Berwind que, más tarde, lo legó al Colegio de los
Dominicos de Nueva York, en cuya iglesia de la Ascensión se encontraba antes de
su actual ubicación, la Caja de Ahorros de Valencia.
En
épocas pasadas, la expresión «triste herencia» se utilizaba para referirse a
aquellos males padecidos por los hijos como consecuencia de las enfermedades de
sus progenitores, las cuales eran tenidas como «vergonzosas», por ser fruto de
una vida tachada
de «disipada» o «pecaminosa», o poco acorde con los comportamientos
considerados «decentes» por la sociedad. La sífilis, la tuberculosis, el
alcoholismo, ...se llevaban la palma en este catálogo de lacras que habrían de
manifestarse en la procreación de seres enclenques, tullidos y debilitados
que estaban condenados, en su mayoría, a vivir de la caridad, ejercida por
instituciones públicas y algunas privadas, y sobre todo, por las de la Iglesia.
Sorolla
tituló, inicialmente, este cuadro Los
hijos del placer, pero, más tarde, influenciado por su amigo Blasco Ibáñez,
lo denominó Triste herencia.
Analizando
la pintura, desde un punto de vista médico, ninguno de los dos títulos tienen
una justificación médica según lo expuesto anteriormente. No podemos hablar de
sífilis congénita. Primero, porque los niños afectados de esta enfermedad
presentan otra sintomatología muy distinta (retraso en el desarrollo del
crecimiento, nariz en silla de montar, entre otros) y, segundo, hasta el año
1911, el médico Paul Erlich no descubrió el 606 (por ser fruto de 606 experimentos),
el que él mismo llamó bala mágica o salvarsán (arsfenamina), una preparación de
arsénico orgánico empleada en el tratamiento de la sífilis. Hasta el
desarrollo de esta nueva droga los niños morían a los pocos meses de nacer.
La
escena se localiza, como otras tantas suyas, al aire libre y en un marco
marítimo, dotándola de una intensa luminosidad, cuyo foco está en la misma
posición que el ojo del espectador, es decir se proyecta desde el frente sobre
los protagonistas. Incluso, uno de ellos, el único que parece sonreír, se cubre
los ojos porque está deslumbrado. Sin embargo, muy en consonancia con lo que el
pintor nos está transmitiendo, la luz que se refleja en el mar y en las olas, es negra, una
luz inquietante, intranquilizadora, muy distinta del verdi azul diáfano de sus
obras posteriores.
Están en
la valenciana playa del Cañaveral, es decir, en su origen, un sitio de cañas o
cañaveras y, aunque ya no aparecen en la composición, aluden a un lugar
recogido, apartado por esas cañas, enlazando simbólicamente con el título del
lienzo. El baño de los niños debería hacerse al margen de otros bañistas,
ocultos para que nadie los viera. El baño en la playa como tratamiento
curativo, benéfico, en este caso «regenerador», estaría también muy en
consonancia con los estudios sobre la higiene lleva- dos a cabo en el siglo XIX
y alejados del concepto de «sol y playa» auspiciado por el turismo de nuestros
días.
Sorolla
pinta la línea del horizonte muy alta, parece fijarla en la cabeza del hermano
de San Juan de Dios, abriendo un amplísimo espacio en el que se distinguen
varios planos: el más lejano al espectador, reflejando ese mar oscuro e inquietante
con olas rompientes; otro intermedio, también de agua pero más clara y sin olas
y en donde los niños se relacionan en distintos grupos distribuidos
equilibradamente en relación con la del primer plano, en el que se centra la
escena, propiamente dicha. El hermano sujeta y ayuda a uno de los niños que se
asiste, igual que otros compañeros, con un palo que hace las veces de muleta en
su desplaza- miento por la arena. Otros tres niños, de diferentes edades y en
distintas posiciones (espalda, perfil y frente), les siguen.
Llama la
atención el juego de contrastes que el artista nos invita a establecer. Los
cuerpos desnudos frente al religioso vestido con su largo hábito que sólo deja
al descubierto la cara y las manos; el negro frente a las carnaciones; la
madurez del adulto frente a la corta edad de los niños; la quietud del
religioso frente al movimiento de los chiquillos; las serenas aguas del fondo
frente al chapoteo del plano intermedio; el rostro perfilado del hermano frente
al abocetamiento de las caras y cuerpos de los niños; uno frente a muchos.
Todos estos contrastes nos ayudan a entender la composición como una denuncia:
el pecado y la injusticia de que seres inocentes carguen con esa cruz.
Quizá
por eso son niños sin rostro, para que no sean identificados, porque
«cualquiera» puede ser uno de ellos. Están desvalidos, impedidos, indefensos,...
y son asistidos por un único hermano de una orden religiosa de carácter
benéfico, aludiendo al papel asistencial de la Iglesia. Es también un hombre
anónimo, pero representa a la institución eclesiástica que, a modo de Virgen de
la Misericordia, trasladada a finales del siglo XIX, protege bajo su tutela a
una multitud de niños «señalados». Es poco comprensible, por los menos desde
los parámetros actuales, que un solo adulto se hiciese cargo de un número tan
elevado de chavales, muchos de ellos impedidos, y en un marco como una playa
con los peligros que podía entrañar.
Sorolla
se hace eco de las pautas de comportamiento de la época y del sentido del
«pudor». De manera que, a pesar de la corta edad de los protagonistas, evita la
representación frontal. Los niños que aparecen de frente, o están en el agua y
ésta les cubre hasta la cintura; o los cuerpos de los compañeros sólo permiten
que sobresalga la cabeza. No obstante el abocetamiento que se desprende de la
composición nos hace pensar que hubiera impedido distinguir el sexo.
¡Qué
alejados estos niños de 1895 de sus posteriores obras en las que destacan unos
adolescentes plenos de salud y vitalidad, de cuerpos bien formados y
brillantes!, La
escena sobrecoge, mueve a la reflexión y a la búsqueda de porqués. Nada que ver
con las composiciones amables y elegantes con las que todos identificamos al
pintor valenciano.
En 1880
una sociedad de recreo valenciana, «El Iris», convocó un concurso de pintura y
Sorolla ganó la medalla de plata por su obra Moro acechando la ocasión de su
venganza (1880). Un año después, al acabar su formación académica, Sorolla
comenzó a enviar sus obras a concursos provinciales y a exposiciones
nacionales, única manera que tenían los artistas en aquella época de mostrar
sus creaciones. Así, en mayo ya presentó tres marinas a la Exposición Nacional
de Bellas Artes (Madrid) que, aunque de ejecución formidable, pasaron
inadvertidas al jurado, pues su temática no se ajustaba a la pintura.
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