La elección para comentar este retrato tiene una doble explicación. La primera, la representación de un niño enano, que si no es única, no es muy habitual. La segunda, que la autora del lienzo es una mujer, aspecto también poco frecuente en la pintura renacentista española.
La niña ha sido identificada con Margarita, futura duquesa de Mantua y, después Virreina de Portugal, ya durante el reinado de Felipe IV. Nacida en abril de 1589 fue la hija primogénita de la infanta Catalina Micaela y de Carlos Manuel I de Saboya y, por tanto, la primera nieta de Felipe II (Isabel Clara Eugenia no tuvo descendencia). Posiblemente, este retrato fuese ejecutado durante un encuentro que tuvieron en Turín (sede del ducado de Saboya) Sofonisba y Catalina Micaela, a principios de la década de los noventa. La entonces Duquesa de Saboya querría que su hija Margarita fuera retratada por la misma pintora que la había inmortalizado a ella en aquella feliz etapa de los años sesenta, cuando Sofonisba gozaba de una posición privilegiada dentro del séquito de su madre.
La artista ha prescindido del fondo para centrarla atención del espectador en los retratados, concretamente en la infanta, a la que sitúa en el centro del lienzo. La niña de unos cinco años de edad, viste elegantemente según la moda de la época, lleva saya negra de terciopelo con falda ahuecada con verdugado, adquiriendo un aspecto acampanado. El cuerpo y la falda se unen en una forma picuda, que remarca el cinturón de oro ricamente elaborado a base de margaritas pequeñas, en alusión a su nombre y símbolo de la infancia y la inocencia, a juego con el collar y los botones. La lechuguilla, sin sobrepasar las orejas por tratarse de una niña, acentúa el ovalo de la cara, en la que resalta sobremanera la mirada, viva e intensa, atrayendo la del espectador. Algo en su rostro indica que está conteniéndose, pero, en cualquier momento, la sonrisa va a aparecer en sus labios. El pelo está adornado con las mismas margaritas del traje y, finalmente, el copete remata en unas plumas y una concha en el centro. En la mano izquierda porta un guante de piel. Según sus biógrafos fue una niña extraordinariamente decidida, inteligente y precoz. Prueba de ello es su designación como regente (Catalina Micaela había fallecido en 1597), cuando tan sólo tenía catorce años, al tener que emprender viaje su padre el Duque de Saboya.
La figurita del enano acondroplásico, situado en a parte inferior izquierda del espectador, rompe el esquema triangular que forma Margarita, pero ocupa tan poco espacio que, en cierto modo, queda compensado, en el lado opuesto, por la oscuridad del fondo.
Su indumentaria es distinguida, como corresponde a un acompañante de una persona de tan elevado rango: traje de terciopelo verde adornado con galones plateados y rematado con una golilla que contribuye a poner de manifiesto algunas características de su deformidad, como la cabeza grande con frente prominente, la depresión del puente de la nariz o la carencia de cuello. Al aparecer de perfil, se atenúa esta deformidad. Quizá, la pintora no quiso contraponer belleza/fealdad (esto no sucederá hasta que llegue el Barroco y Velázquez muestre en todo su realismo al enano acondroplásico: Sebastián de Morra retratado frontalmente). Aunque el traje le cubre el cuerpo, disimulando la cifosis y la incurvación de las piernas, éstas se adivinan por la rotación del pie derecho, que parece elevarle en relación con el plano en el que está la niña.
La escena recoge el momento en que la infanta ha cogido con su mano derecha el jícaro que el niño, en un esfuerzo, extendiendo sus cortos brazos, con gesto sumiso y humilde, le ha ofrecido en un plato.
No se establece comunicación entre ellos. Margarita mira intensamente al frente, sin prestarle la más mínima atención, mientras el niño no logra desviarla suya del rostro de la niña, mostrando infantil admiración. No debió haber tanta diferencia de edad entre ellos, pero el contraste entre ambos personajes es notable, en la altura, en los rasgos faciales y corporales, en las proporciones (a modo de ejemplo, las diminutas manos del niño frente a la que sostiene el jícaro de la duquesita). Todo ello con independencia de que la pintora tuviese que destacar la figura de la protagonista del lienzo. La gama cromática es oscura, resaltando la nota cálida en la mejilla y labios de la futura duquesa, en el jícaro y en los adornos de ambos trajes.
Podemos considerar este retrato de la nieta de Felipe II como punto de partida para otros retratos de infantes, aún más conocidos, de la pintura barroca española, el príncipe Baltasar Carlos con enano(1631) y las Meninas (1656), ambos de Velázquez.
Los aspectos coincidentes en este último y el aquí comentado son evidentes, independientemente de la coincidencia en el nombre de las dos infantitas y figuras centrales de ambas composiciones.
Para terminar, en este lienzo se conjugan las influencias que Sofonisba recibió, asumiéndolas en un estilo propio, de los valores de los tres grandes retratistas de la corte de Felipe II. De Tiziano, tomó la corporeidad de las figuras y la búsqueda de la belleza del rostro. De Antonio Moro, adquirió esquema compositivo del retrato de representación, la pincelada típicamente flamenca, tan minuciosa y precisa para pintar el pelo o detalles del vestido y de las joyas, y el uso de los atributos, como los guantes utilizados entre sus retratados. Por último, de Sánchez Coello se quedó con la psicología del efigiado, dotándola de un toque femenino y cercano que permite intuir la complicidad establecida entre retratista y retratado. Su cometido como dama de honor la convirtió en una persona próxima de cara a sus futuros clientes.
Juana de Mendoza. Duquesa de Bejar. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario